Centroamérica está compuesta por pequeños países, en su mayoría en desarrollo y con grandes desafíos por enfrentar. Desde abril del 2018 uno de estos países se encuentra en el centro de los medios internacionales: Nicaragua. Situada en la parte continental de la región centroamericana, sobre el océano Pacifico, cuenta con poco más de 6 millones de habitantes y fue, durante mucho tiempo, la excepción al marco de violencia en el que viven sus vecinos. Países como El Salvador, Guatemala y Honduras tienen tasas de homicidio elevadas y, a pesar de la proximidad, Nicaragua conservó su paz; por lo que los recientes sucesos llamaron la atención no solo por su aparente imprevisibilidad, sino también por su escalada de violencia. Por lo tanto, mediante este breve texto, trataremos de explicar y entender lo que sucede hoy en una Nicaragua fragmentada. En un primer momento, resultará pertinente identificar las grandes causas para poder definir la situación y de esta manera, plantear algunos posibles escenarios para el futuro.
El orteguismo se tambalea
Nicaragua es un país democrático desde 1984, es decir, es una democracia incipiente con estructuras gubernamentales aún por consolidarse, que son susceptibles a la corrupción y a la concentración de los recursos públicos. Hasta hace poco, había logrado mantener una paz social entre los diferentes grupos que componen a la sociedad nicaragüense. Sin embargo, desde hace casi 7 meses, las calles se han convertido en el principal escenario de una intensa discusión política entre el gobierno y los movimientos opositores. Las tensiones entre los manifestantes y las fuerzas del orden aumentaron hasta tal punto que se volvieron violentas, resultando en miles de heridos y cientos de muertos. Se estiman aproximadamente unos 4353 heridos desde el inicio de las manifestaciones y una cifra de 535 muertos (Agencia EFE, 2018).
Desafortunadamente, el gobierno del presidente Daniel Ortega decidió, como estrategia política, reprimir y dispersar los movimientos que aclaman un cambio de las estructuras sociopolíticas nicaragüenses. Además, han aumentado los arrestos de líderes y partidarios al movimiento opositor, con la justificación de que son terroristas, delincuentes y golpistas. Podemos nombrar algunos como el arresto de Lener Fonseca, dirigente campesino o Medardo Mairena, del mismo movimiento: “Fonseca fue acusado de financiamiento al terrorismo y crimen organizado, en apoyo del líder campesino Medardo Mairena, miembro de la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, capturado en julio pasado, y quien enfrenta juicio por “terrorismo” y otros delitos” (La Vanguardia, 2018). Ortega optó por la violencia y la fuerza para tratar de apagar rápidamente esta nueva oposición que se formó tan repentinamente. Tal es así, que testimonios de los manifestantes afirman que “las fuerzas especiales, empujaban con fuerza y golpeaban a las personas. Los antimotines solo daban paso a algunos camiones y vehículos. En esos momentos los ciudadanos intentaban cruzar, pero eran agredidos con los tubos y reprimidos con los escudos” (Maynor Salazar, 2018).
No obstante -y como sucedió en Venezuela, que también optó por la fuerza para aplacar a la oposición política-, en Nicaragua pareciera que las medidas no han surtido efecto alguno, sino que produjeron una mayor demanda por un cambio. Esta situación llegó a tal punto que organismos internacionales y entidades como la Iglesia católica se involucraron para poner un alto a la violencia y permitir el diálogo, aunque no obtuvieron resultados concretos hasta el momento.
Si bien lo que más llamó la atención de la comunidad internacional fue lo repentino de estos sucesos en la región; cuando analizamos con mayor atención las causas a nivel nacional e internacional, se puede observar que existían ciertos indicios de que lo único que hacía falta para que todo explotara era una chispa que encendiera la pólvora.
La sacudida internacional derrumba la estructura nacional
En primer lugar, la situación internacional dejó de ser favorable en la medida en que Nicaragua perdió el apoyo financiero y político de sus principales aliados de la región, tales como Venezuela y Brasil. Con los casos de corrupción de Odebretch y la inestabilidad política en Venezuela, Nicaragua resiente los efectos que producen las crisis a las que se enfrentan sus principales socios. Por un lado, al haber menos apoyo financiero y comercial; se produjo una disminución significativa de los recursos que dispone el Estado, lo que lo obligó a hacer ajustes y/o apoyarse en el sector privado, vulnerando su posición política y su capacidad de negociación frente a la oposición y otros sectores de poder. Además, junto con los ajustes se generó un mayor descontento en la población que afectó la capacidad de gobernar de Ortega, así como sus posibilidades de ser reelegido.
Con la interdependencia regional en la que se vive actualmente, si bien las naciones se pueden ver beneficiadas, también sufren las consecuencias negativas. Los países son dependientes de lo que sucede en otros lugares, principalmente si son socios importantes en materia económica. En este caso, la situación internacional generó una pérdida de ingresos y se expresó por medio de una crisis de legitimidad, lo que puso una gran presión sobre el gobierno de Daniel Ortega.
Por otro lado, otro factor que perjudicó a la economía nicaragüense desde el año pasado fueron las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos bajo el nombre de NICA Act. Dada su proximidad territorial, el país del norte siempre ha tenido un fuerte interés por la región centroamericana, para tener un control sobre ambos océanos y el Caribe. No obstante, el sandinismo representó un obstáculo para alcanzar dicho control. Por lo que, en los años 80, los Estados Unidos financiaron a los Contras para tratar sin éxito de derrocar al gobierno de Ortega. En la actualidad, se ha decido el utilizar sanciones económicas para ahogar al país nicaragüense y por ende contribuir a la crisis actual. En el año 2017,“la cámara baja del Congreso norteamericano aprobó la ‘Nica Act’, una ley que pretendía bloquear los préstamos de instituciones financieras internacionales al gobierno de Nicaragua, a menos que este tomara medidas efectivas para celebrar elecciones libres, justas y transparentes” (Oswaldo Rivas, 2018).
Aparte, en el interior de las fronteras nicaragüenses, uno de los elementos más importantes al momento de discutir la crisis actual es la existencia -y posterior rompimiento- de un pacto social formado entre las empresas privadas y el gobierno. Se trataba de un compromiso que definía la manera en que se llevaban a cabo las negociaciones sobre el empleo y los impuestos, entre otros temas económicos. Es decir, este pacto estipulaba que ambas partes llevasen a cabo negociaciones para definir la agenda económica del país. Esto permitió que el régimen de Daniel Ortega pudiese gobernar sin tanta oposición por parte de las empresas privadas, asegurando la estabilidad política y la paz en Nicaragua.
Sin embargo, hay que tomar en cuenta dos factores importantes que complicaron el cumplimiento del pacto. El primero tiene que ver con los pactantes, principalmente con los ausentes. El pacto fue negociado entre las empresas y el Estado, dejando de lado al resto del pueblo nicaragüense, convirtiéndose esto en uno de los grandes puntos de la discusión actual. “Lo que las manifestaciones de los jóvenes y del pueblo están diciendo a ambos es: Ustedes dos hicieron un pacto a costa de nosotros por diez años, pero eso se acabó” (Rubén Zamora, 2018).
El segundo factor determinante, fue que el Estado perdió una entrada importante de capitales y debió realizar recortes para hacer frente al pago de sus cuentas. Para ello, apuntó a una reducción de las cajas de jubilaciones, tema que ocupa la agenda nacional desde hace un tiempo, ya que el organismo que maneja la caja de jubilaciones se encuentra en déficit. El Instituto Nicaragüense de Seguridad Social o INSS está al borde de la quiebra, y con intenciones de rescatarlo, el gobierno planteó implementar una reducción de lo que cobran los jubilados e incrementar los aportes de los trabajadores. Para ser más exactos, “llevó al gobierno de Daniel Ortega a subir el aporte de los trabajadores al Estado del 6.25% al 7%” (Augusto Rolando, 2018). Al no conseguir un resultado en la mesa de discusiones con las empresas, Ortega decidió optar por un decreto con el fin de sobrepasar a los sectores empresariales y buscar una solución más rápida. Obviamente este decreto fue instantáneamente desaprobado por el pueblo, al igual que por las empresas que se sintieron engañadas. Ante el unánime rechazo de la población -que ya había iniciado las manifestaciones- al anuncio de los ajustes, el ejecutivo decidió anular a los pocos días el decreto, en la suposición de que esto sería suficiente para apaciguar las manifestaciones, aunque esto no tuvo efecto alguno.
Para complicar la situación, hubo enfrentamientos entre las fuerzas del orden y los movilizados, lo que provocó aún más rechazo por parte de la población, que cambió sustancialmente el eje de la protesta y empezó a reclamar reformas en la cúpula gubernamental. De esta manera, se marcó el inicio de la crisis actual en Nicaragua, que representa la primera gran contestación al movimiento sandinista y pone en cuestión la legitimidad del gobierno de Daniel Ortega desde la primera vez que asume en 1979.
El sandinismo, desvirtuado y personalista
Si se hace hincapié en la permanencia política de Ortega en el gobierno, se encuentra otro factor clave que ha estado alimentando la crisis actual. El presidente, bajo la bandera del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), se ha mantenido en el poder un total de 23 años entre 1979 y 1990 y luego a partir del año 2007. Además, ocupa el cargo de líder de un partido históricamente conocido por la revolución sandinista, que arrancó en los años 60 y derrocó a la dictadura de Anastasio Somoza (1967-1979) a finales de los 70. Luego, en los años 80 -en un contexto de Guerra Fría-, Nicaragua se convierte en uno de los frentes más importantes de la región, marcado por el enfrentamiento entre sandinistas y el grupo terrorista “Contras”, financiado por Estados Unidos. En su esencia, tanto el movimiento como el partido siguen una ideología de izquierda, de fuerte carácter nacionalista y antiimperialista, fundado con el fin de combatir la tiranía y la opresión de la dictadura que sufría el pueblo nicaragüense. Hoy, el FSLN se convirtió en todo aquello contra lo que luchó: caracterizándose por el nepotismo y el personalismo.
En una situación internacional y nacional de ajustes y de desigualdades, la familia presidencial no sólo ocupa los cargos de presidente y vicepresidente (Rosario Murillo, esposa del presidente, ocupa el cargo de vicepresidenta desde el 2017) sino que además sus hijos e hijas ocupan cargos políticos importantes y viven vidas de despilfarro. Ellos son definidos como “un tenor que se lleva óperas de Italia que él mismo protagoniza; un rockero y productor con ambiciones de cineasta por las que el gobierno pagó miles de dólares para que participase en una cinta de Hollywood, una amante del modelaje que gestiona la semana de la moda de Managua… Conoce a los hijos del poder de Nicaragua” (Wilfredo Miranda, 2017).
Todo esto genera un fuerte desgaste político sobre un régimen cada vez más debilitado, que perdió su legitimidad frente a una parte importante de su pueblo. Hoy, a pesar de que las calles gritan diálogo y cambio, lo único que se obtiene es sangre y violencia. Hasta hace poco, se había logrado generar una mesa en la que todas las partes interesadas discutían para llegar a una solución, pero las demandas de las partes son incompatibles. Más adelante, nos adentraremos con detalle sobre este tema.
El nuevo escenario político
Hoy, la oposición que se ha conformado bajo el nombre de Alianza Cívica para manifestar contra el régimen orteguista está compuesta por varios sectores de la sociedad. Estudiantes, sectores agrarios, grandes empresas y sindicatos, extrañamente, se han unido con dos propósitos: pedir la renuncia del presidente y por un mayor respecto de la democracia y sus instituciones.
Sin embargo, existe la posibilidad que, frente a nuevas elecciones, la Alianza Cívica se vería disuelta dada la gran cantidad de intereses contrapuestos. Están unidos por un gran propósito, pero es una unión frágil y una vez cometido su objetivo, se disolvería, lo que pondría en riesgo su capacidad de presentar un candidato competitivo frente al sandinismo. Esta situación resulta familiar ya que, durante los años 90 y principios del 2000 -luego de 11 años de sandinismo, también de la mano de Ortega- se produce la alternancia política cuando una oposición conformada por 14 partidos de derecha bajo el nombre de Unión Nacional Opositora (UNO) obtiene la presidencia y gobierna hasta 1996. Luego, entre 1996 y 2006, asume el Partido Liberal Constitucionalista (PLC) que formaba parte de dicha coalición. Este partido había logrado obtener el gobierno de la capital, Managua, en 1990, por lo que pudo armar su capital político durante 5 años y presentar un candidato competitivo para las elecciones en el ‘96. Posteriormente, en el 2001, el mismo partido -aunque con diferente candidato- gana las elecciones hasta el 2006, año en el que son derrotados por Ortega, quien vuelve a asumir la presidencia hasta la actualidad. En su sed de poder y su testarudez, Daniel Ortega se presentó para las 3 elecciones en las que siempre perdió por una diferencia aproximada de un 15% (1990: UNO-54.7%/ FSLN 40.8%; 1996: PLC 51.03%/ FSLN 37.75%; 2001: PLC 56.3%/ FSLN 42.3%). Finalmente, en 2006, Ortega se presenta una cuarta vez y resulta victorioso. Casi que es posible permitirse admirar su incansable deseo de ser presidente y de no rendirse luego de ser derrotado 3 veces seguidas. No obstante, el hecho de que Daniel Ortega siempre haya sido el candidato por parte del FSLN denota el carácter personalista con el que se maneja no sólo el partido sino también el país.
En la actualidad, analistas de la región (como Rubén Zamora) consideran que resultaría poco probable que la nueva oposición conformada, es decir la Alianza Cívica, logre articularse bajo un solo candidato y represente un adversario político competitivo al sandinismo. “El panorama de la oposición político-partidaria no es halagador: con poca inserción en la población, de pequeño tamaño, con constantes pugnas internas […]. Así como están ahora, no constituyen una alternativa al Frente Sandinista. Y los jóvenes, que son el corazón de este movimiento democrático, carecen de estructuras y medios para llevar adelante una negociación de apertura democrática” (Rubén Zamora, 2018).
El “nunca más”, siempre presente
Manifestaciones que se tornaron en campos de guerra. Ciudades tomadas. Violencia ente Estado y ciudadanos. La paz en Nicaragua ha sido siempre difícil de obtener y mantener. Entre 1960 y 1990, durante 30 años, el país siempre estuvo en constante violencia hasta llegar incluso a la guerra durante los años 80.
En general, las manifestaciones tuvieron fines pacíficos y un apoyo incondicional internacional pero ciertas zonas del país como la ciudad de Masaya, se han convertido en escenarios más violentos con confrontaciones más directas. La población se atrincheró y bloquea el paso tanto hacia adentro como hacia afuera de la ciudad. Esta fue la respuesta ante los constantes saqueos de grupos afines al gobierno. Incluso se sospecha de fuerzas paramilitares, también relacionadas con la presidencia. De esta manera, la ciudad de Masaya se convirtió en un símbolo de la lucha contra la represión y el gobierno de Daniel Ortega.
Por otro lado, varios organismos internacionales y no gubernamentales acusan al gobierno de tomar medidas extrajudiciales como ejecuciones y el uso de fuerzas paramilitares. El 29 de mayo Amnistía Internacional redactó el informe “Nicaragua: Disparar a matar: Estrategias de represión de la protesta en Nicaragua” (Amnistía Internacional, 2018) en el que presenta pruebas sobre el uso de dichas medidas y agrega que las “buenas intenciones” del gobierno de encontrar un diálogo que no desea forma parte de una estrategia para alargar la crisis y acabar con la oposición antes de que tenga chances de representar un adversario competitivo.
Una economía noqueada y una población aterrada
Los enfrentamientos entre ambas partes han generado no sólo problemas de violencia y daños tanto humanos como de infraestructura, sino que además el producto interno bruto disminuyó en un 1%. Número que, en una economía ya golpeada, representa una contracción que afecta el empleo y el bienestar de sus trabajadores y que resulta, en parte, por el temor de la población de salir y encontrarse al medio de los enfrentamientos entre oposición y gobierno. A esto se le agrega el boicot de la oposición, que bloquea las importaciones y exportaciones para disuadir la toma de posiciones por parte de las empresas privadas: “las carreteras de Nicaragua se encuentran bloqueadas por manifestantes opositores al gobierno, que impide el tránsito de las mercancías y detiene a la economía del país centroamericano” (Braulio Palacios, 2018).
Un dialogo sin interés y sin puntos medios
Durante el mes de junio, se logró instaurar una mesa de diálogo entre los diferentes sectores involucrados en el conflicto actual. La Iglesia católica, organizaciones no gubernamentales y organismos internacionales se encargaron de generar un espacio de neutralidad con el fin de traer a la mesa tanto a la oposición como al gobierno. Sin embargo, poco o nada se obtuvo de las discusiones llevadas a cabo. La posición de Ortega y de su gobierno se cerró sobre la idea de exigir las desmovilizaciones de las fuerzas opositoras antes de tomar en cuenta cualquier pedido por parte de estas. La oposición comprende que su mejor arma son las marchas y que si accede a las demandas gubernamentales, perderá su posición de poder en el conflicto. Todo esto ha resultado en un punto muerto para el diálogo. “El Gobierno mantuvo su posición de que el Diálogo no puede avanzar si no cumple su principal condición, que es el levantamiento de los “tranques” en todo el país” (Carlos Salinas, 2018).
Democracia sí, Ortega no
Para concluir y resumir todo lo dicho por medio de este artículo; y si se analizan las últimas discusiones y noticias, el conflicto pareciera estar entrando en su fase final. Para países como Siria y Venezuela, que poseen grandes recursos económicos fundamentales al igual que aparatos estatales grandes, los conflictos se han prolongado durante años. Sin embargo, para países más chicos como Nicaragua resulta imposible hablar de un conflicto demasiado extendido. Tanto la economía como la población y el gobierno van perdiendo recursos y poder, por lo que no existe la posibilidad de “darse el lujo” de mantener una situación como la actual.
El poder estatal que incluye a las fuerzas armadas y policiales comienza a perder la capacidad de mantener la unión entre sus filas. Las divisiones al interior de las instituciones, que ya se están produciendo, dan a entender que una crisis prolongada solo pondría aún en mayor riesgo la posición de los Ortega.
La Alianza Cívica no ha hecho más que crecer, ya que obtiene cada vez más apoyo y medios para mantenerse a flote y resistir a las fuerzas del Estado, en gran parte gracias al apoyo internacional, lo que marca un inicio en el cambio de la balanza de poder.
Por otro lado, Roberto Fonseca, analista y columnista del diario Confidencial, junto con los aportes de Manuel Orozco, experto en migración y remesas, consideran posibles escenarios finales para la crisis en Nicaragua. Aunque poco probable, la idea de un conflicto armado interno, es decir una guerra civil, es una posibilidad frente a una oposición cada vez más afianzada y un gobierno cada vez más debilitado.
Otro posible y más probable escenario final se encamina hacia una resolución política negociada. Dentro de este escenario final se consideran varios caminos a tomar. En primer lugar, bajo la presión internacional y nacional, el gobierno de Ortega no tenga más opción que permitir y facilitar la transición política para las elecciones 2019. Dentro de la misma categoría de solución negociada, otro posible resultado dependerá de la capacidad de conglomerar y articular los diferentes intereses opositores bajo la forma de una cúpula de liderazgo por parte de la Alianza Cívica, dándole la legitimidad y la capacidad de presentarse como alternativa política.
¿Qué pasa con Ortega después de tanta represión? “El “softlanding” que se hablaba para Daniel Ortega, de llegar al 2021, al terminar su periodo, ya hoy no es una opción para nadie” (Roberto Fonseca, 2018). Aunque la cárcel sea el destino final de los Ortega; es difícil predecir si el sistema judicial, muchas veces corrupto, sea lo suficientemente eficaz y rápido para producir la condena más importante en las últimas décadas de uno de los personajes más importantes de su historia como lo ha sido Daniel Ortega.
Finalmente, una gran porción de la oposición ha decido formar su propio movimiento, Unidad Nacional Azul y Blanco, cuyo “objetivo principal de esta Unidad es construir una Nicaragua con democracia, libertad, justicia, institucionalidad y respeto a los derechos humanos. Para alcanzarlo, es indispensable la pronta salida del poder de los Ortega-Murillo por las vías democráticas” (Agencia EFE, 4/10/2018). No confundir con la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia (ACJD). De este nuevo movimiento social y político conformado por más de 40 organizaciones de todo tipo, queda aún por ver si, como la ACJD, surgirá un partido político capaz de englobar tantos intereses. Si lo hacen y llegan a ganar las elecciones, quedan muchas dudas sobre como mantendrán sus intereses coordinados sin el “enemigo común” que encuentran en la familia Ortega. Si bien los movimientos opositores y la población con mayor descontento buscan sacar a Daniel Ortega del poder, queda incierto quién de entre todos ellos será capaz de restaurar la paz y la democracia en Nicaragua después de casi un año de incertidumbre política, económica y social.
Bibliografía
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Autor
Pierre Carsana: Licenciado en Ciencia Política de la Universidad Católica de Córdoba, Argentina y estudiante del Máster en Estrategias de Anticorrupción y Políticas de Integridad de la Universidad de Salamanca, España.