“Auge y caída de las grandes potencias”, uno de los trabajos más reconocidos de Paul Kennedy, fue publicado en 1987. La tesis de este trabajo, enmarcada en la perspectiva neorrealista e historicista, propone que el poder económico y militar han sido los pilares del ascenso y establecimiento de los Estados que, entre el siglo XVI y el XX, se convirtieron en las potencias “número uno”, lo que ha permitido la expansión de sus intereses y compromisos. Sin embargo, cuando el poder económico pierde fuerza como resultado de la erosión provocada por las dinámicas del sistema global, sumado a una excesiva extensión imperial, el poder militar también es afectado y mermado, causando el declive del liderazgo de ese Estado. Así, enfocado en Washington, el autor proveyó sustento histórico, así como variables teóricas, no para predecir el fin inminente de los Estados Unidos como potencia, sino su progresiva decadencia en las próximas (o actuales) generaciones.
Su siguiente trabajo fue publicado en 1993. “Hacia el siglo XXI”, luego del fin de la Guerra Fría y enfocado principalmente en Estados Unidos, planteaba nuevos desafíos dentro de la estructura del sistema internacional; los cambios demográficos, tecnológicos y medioambientales, así como el debate entre el declive o el renacimiento de la potencia norteamericana, manteniendo en este punto el eje de análisis entre sus características internas, su política exterior y los movimientos en la atmósfera del sistema global.
“La fuerza existe, pero está siendo socavada por una
combinación de debilidades: un millar
de heridas que nos resulta difícil curar”.
(Chancellor, 1990, citado por Kennedy, 1998: 457)
Estados Unidos y su relativa decadencia: el problema del “número uno”
Respecto a Washington y su despliegue internacional, la idea de excepcionalismo norteamericano es una fuerza profunda estructurada por componentes culturales, institucionales y materiales que han forjado su identidad nacional, ayudado a construir su política exterior y condicionado en gran medida los escenarios internacionales del siglo anterior y el presente (Busso, 2008).
En este sentido, el debate sobre el declive (o no) del poder estadounidense abarca una extensa literatura desde el siglo XX hasta nuestros días. Por ejemplo, Lippman (1943), uno de los primeros autores en abordar el asunto, criticó la dirección que estaba tomando la política exterior norteamericana, extendiendo progresivamente sus compromisos alrededor del globo y fallando en reajustar el balance entre estos y el poder nacional. Tiempo después, desde la década de los sesenta, esta corriente teórica se hizo de mayor caudal, tomando como referencia las dinámicas que estaban sucediendo en Washington y el resto del globo: la paridad nuclear con la URRS y la destrucción mutua asegurada, el shock petrolero de 1973, la pérdida proporcional en la participación de la producción mundial, los nuevos actores financieros y económicos transnacionales, el crecimiento económico de Japón y Europa occidental, por nombrar algunos. Puertas adentro, la sociedad estadounidense reflexionaba (y discutía) sobre el síndrome de Vietnam, problemáticas productivas (como la migración de compañías nacionales a países con menores costos de producción, como México), el sobrecargado gasto público durante la segunda Guerra Fría de Reagan, endeudamiento externo, déficit presupuestario y carga tributaria, entre otros. Además, Ash (2008) sostiene que Estados Unidos ha estado envuelto en una “guerra civil cultural” desde hace décadas, y que no sólo abarca posturas partidarias, sino también asuntos sociales, económicos, religiosos, étnicos y, por supuesto, de política exterior. Este proceso es tal que Buchanan lo definió como “una guerra cultural (…) por el alma de Norteamérica” (Ash, 2008). Desde la post Guerra Fría, algunos de los hitos enmarcados en esta idea ocurrieron durante el ascenso y consolidación de los “neocons” durante las presidencias de G. W. Bush hijo o la administración Trump, demostrando una profunda discusión sobre la identidad, misión e intereses de la política exterior.
Frente a este panorama, Kennedy define la realidad de la política exterior norteamericana actual bajo la categoría de “excesiva extensión imperial” (1994), la cual, como será brevemente explicada, permanece vigente. Adicionalmente, serán propuestos otros conceptos del autor que se ajustan al complejo presente de Washington.
La excesiva extensión imperial
A lo largo de la historia, y en los días presentes, las fuerzas profundas le han dado a Estados Unidos una identidad, una misión y la necesidad de un enemigo: los tres ejes determinantes esenciales en su política exterior. Si bien este tema necesitaría cientos de páginas, se puede afirmar brevemente que sus características primigenias (como, por ejemplo, la doctrina puritana de la predestinación) llamaron a Estados Unidos a ser “la” -y no sólo “una”- luz en la oscuridad del mundo, como la metáfora de Winthrop de la “ciudad sobre un monte”. Esta “luz” fue incluyendo los conceptos de democracia, valores estadounidenses y capitalismo, entre otros. Por consiguiente, no es nuevo decir que, a menudo, Washington necesitó un enemigo (visto como el mal desde el discurso moral) para actuar en empresas más allá de su territorio y así desplegar sus intereses. En otras palabras, es imposible que se considere a sí mismo como policía global sin tener un enemigo que amenace al mundo.
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos desplegó compromisos alrededor del globo con el fin de contener el avance del comunismo y fortalecer su posición e intereses. Estos compromisos fueron tomados en tiempo de crecimiento económico sostenido. No obstante, después de lo descrito en los párrafos anteriores, estos se volvieron demasiado costosos para Washington. Así, la idea de “excesiva extensión imperial” brevemente se define como la situación en la que la suma total de los intereses, compromisos y obligaciones globales del país “es mucho mayor que [su] capacidad para defenderlos todos simultáneamente”. Actualmente y de forma similar, Walt (2019) afirma que Estados Unidos está sobreextendido.
Kennedy asumió que estos compromisos tenían tres orígenes. Algunos de ellos fueron tomados al ser heredero del liderazgo global de la superpotencia previa; algunos nuevos fueron contraídos por “lo que parecían razones muy plausibles en el momento”; y otros, sólo eran circunstancias apremiantes. Por tanto, varios “decision-makers” (tomadores de decisiones) de los Estados Unidos sostuvieron que, en algunas partes del mundo, sus intereses pueden parecer más costosos “de lo que eran hace unas décadas”.
Siguiendo esta idea, luego del colapso de la URSS, Washington emergió como la única superpotencia, inaugurando un orden hegemónico. Sin embargo, después de la victoria, la economía tuvo que ser saneada por el enorme gasto del proceso, lo que explica principalmente la victoria de Clinton sobre Bush padre, centrando la atención en los problemas internos de la nación. En su política exterior, Clinton propuso como ejes el compromiso selectivo y la diplomacia preventiva, destacando la necesidad de enfoques multilaterales en algunos asuntos. No obstante, cuando un país como Estados Unidos otorga una gran cantidad de recursos a la credibilidad, “se verá tentado a actuar en lugares que no importan para convencer a otros de que actuará en lugares que sí lo hacen” (Walt, 2019). A decir verdad, en los años noventa, los costos (no solo económicos) pagados en las experiencias en Somalia y Haití, o las consecuencias (no tan) colaterales de las operaciones en los Balcanes, son ejemplos convincentes. De esta manera, no todos los compromisos pueden cancelarse y algunas retiradas tienen mayores consecuencias que quedarse y pagar los costos.
Otro punto es que, con la desintegración de la URSS, el mayor enemigo de los Estados Unidos había desaparecido y no había una nueva amenaza de alto nivel en el horizonte, al menos en términos militares. Pero a principios del siglo XXI apareció una nueva amenaza: el terrorismo islámico y (algunos de) los Estados que lo patrocinan. En resumen, este enemigo nuevo y no tradicional hizo lo que la URSS no podía hacer. Los ataques del 11 de septiembre, provocaron que Estados Unidos se involucrara en la lucha actual en Medio Oriente. El gobierno de Bush lo llamó “una cruzada” contra el mal, con el propósito de difundir la democracia en una región que ha sido “asombrosamente resistente a cualquier opción simple [de Washington]”, además de la dificultad histórica para un gobierno norteamericano de lograr “una política coherente y a largo plazo” allí (Kennedy, 1994: 628-629). Además, y según Walt (2019), los Estados que proponen una ideología universalista “son especialmente propensos al exceso de compromisos porque creen que sus principios políticos son válidos en todas partes”; esta creencia, sumada a un poder unipolar, hace que Estados Unidos sea “vulnerable a la arrogancia. Y con la arrogancia viene una tendencia recurrente a hacer tonterías”. En el nuevo milenio, Washington asignó recursos nacionales a niveles históricos para las nuevas guerras, intereses y compromisos.
En 2009, la sociedad estadounidense expresó que la crisis económica era más importante que Afganistán e Irak, por lo que John McCain perdió las elecciones contra Barack Obama (este punto no es la única explicación a la victoria del candidato demócrata, pero configura una de las causas principales). Nuevamente, como en los años noventa, los problemas económicos causaron (en gran medida) que un veterano de guerra perdiera contra una nueva generación de políticos jóvenes. Pero el gobierno de Obama no pudo retirarse de Afganistán ni de Irak. Además, en 2011 intervino en Libia y en 2014, en Siria.
La presidencia de Trump y la introspección estadounidense
Resumiendo, las superpotencias, a menudo, han sido tentadas a asumir nuevas cargas ambiciosas y extender su influencia a regiones más distantes mientras es mucho más fuerte que otros. Como se dijo anteriormente, cuando Washington aun disfrutaba de su momento unipolar, proyectó nuevas misiones y comenzó a extender garantías de seguridad.
Donald Trump llegó a la Casa Blanca a principios de 2017, comenzando gradualmente un giro introspectivo. Hacia el vecindario, por ejemplo, definió su política a través de sus constantes ataques contra lo que representa la cultura mexicana y, por extensión, la latinoamericana. Planteó la ampliación y el fortalecimiento del muro en la frontera con México para detener la migración ilegal y controlar el narcotráfico. Su campaña electoral avivó con éxito la idea tradicional estadounidense de que los inmigrantes, especialmente los indocumentados, representan maldad y peligro, al nivel de considerarlos “animales” (USA Today, 2018). Ya instalado en Washington, Trump continuó asociando los males nacionales (incluidos el desempleo crónico, crimen y terrorismo) con los extranjeros portadores de “valores antiamericanos”.
Observando la campaña electoral de 2016, Make America Great Again fue el eslogan que abrazó las promesas proteccionistas hechas por Trump. Algunas, además de la construcción del muro, fueron el final del Obamacare, las prohibiciones de viaje, la deportación de indocumentados, la derrota de Daesh, la justicia conservadora de la Corte Suprema, los recortes de impuestos, la creación de empleos, el fin del tratado con Irán, revisión del papel de los Estados Unidos en la OTAN, la inversión para la reconstrucción de la infraestructura nacional envejecida, deshacerse del TLCAN y el TPP, la elección libre de escuelas y el fin de los Common Core Standards, entre otros.
Con respecto a su política exterior, es útil la mención de Kennedy (1988) en relación a que el triunfo de cualquier gran potencia en un período, o el colapso de otra, ha sido generalmente la consecuencia de una larga lucha de sus fuerzas armadas, y la utilización más o menos eficiente de sus recursos económicos productivos en tiempos de guerra, de forma en que la economía de ese Estado había estado creciendo o disminuyendo, en relación con las otras naciones líderes. Se puede afirmar que, actualmente, Estados Unidos -especialmente durante la presidencia de Trump- encaja en esta perspectiva. Como se dijo anteriormente, las grandes potencias decaen debido a su sobreextensión imperial y Trump no está buscando expansión en este momento, tal vez tratando de no pagar mayores consecuencias por el exceso de compromisos. La retirada de tropas de algunos territorios de Medio Oriente es el ejemplo más claro. Incluso, el anuncio de que sus tropas tenían entre sesenta y cien días para abandonar el territorio sirio muestra una retirada apresurada.
Pero este tipo de retirada de ciertas áreas del sistema global no es solo militar. Varios analistas sostienen que Trump volvió al proteccionismo ante las amenazas reales del orden global neoliberal para los Estados Unidos. En consecuencia, con Trump como presidente, se auguró una menor tasa de comercio e inversión con algunas regiones. De hecho, varios factores muestran estar combinados en este sentido: la “guerra económica” contra China o la suspensión de acuerdos, como el Acuerdo de Cooperación Económica Transpacífica -TPP- (que contemplaba la reducción de las barreras no arancelarias, la armonización regulatoria y la creación de nuevos estándares para coordinar el comercio digital) y la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte -TLCAN-, sin extenderse en este punto.
Así, y ante este panorama, el debate sobre el declive o el renacimiento de la gran potencia actual posee una gran corriente. Sin embargo, más allá del concepto de sobreestiramiento, es necesario observar la estructura del Sistema. De acuerdo con esto, hay dos poderes que se levantan y desafían sus capacidades: Moscú y Pekín. El primero no es un adversario económico, sino geopolítico, especialmente en algunos escenarios. Putin, desde principios del nuevo milenio, ha resucitado la presencia rusa en el escenario mundial después de su casi desaparición en 1991. Casi dos décadas después, algunos analistas consideran la retirada de Medio Oriente como la derrota de la Guerra Fría (Milbank, 2018), debido en parte al auge geopolítico ruso. Por otro lado, Washington está alarmado (Velasco y Baños, 2019) por sus inminentes posibilidades de perder su supremacía en la esfera económica debido al crecimiento de China. En este sentido, no es nuevo plantear que uno de los objetivos de Beijing es convertirse en la principal potencia económica en 2030.
Este breve diagnóstico muestra cómo Washington está virando de un comportamiento inter- nacionalista a una actitud introspectiva, tratando de enfrentar la “prueba de longevidad” que acontece a “todas las grandes potencias que ocupan la posición de ‘número uno’ en los asuntos mundiales” (Kennedy, 1994: 627).
Reflexiones finales
Siguiendo al autor, este desafío de longevidad tiene dos variables. Por un lado, Washington necesita revisar sus objetivos militares y estratégicos y si puede sostener “un balance razonable entre los requisitos de defensa percibidos de la nación y los medios que posee para mantener esos compromisos” (Kennedy, 1988: 514). Por otro lado, deben ser las bases tecnológicas, de desarrollo y económicas de su poder preservadas de la “erosión relativa” de los patrones de producción globales.
Ante esta idea, es correcto preguntar si Estados Unidos se está dirigiendo a ser simplemente algo más que un país desarrollado normal; de ninguna manera, al menos no todavía. La nación norteamericana sigue siendo la economía más grande del mundo en términos tradicionales y, aunque sus laureles serían ocupados por China en las próximas décadas, sus recursos militares (armamento, fuerza y despliegue), sus compromisos y su diplomacia siguen estando lejos de cualquier otra potencia. Pero la erosión del poder y la influencia es un verdadero desafío.
Trazando lineamientos, el colosal esfuerzo nacional en la década de 1980 ayudó a lograr su objetivo: la victoria en la Guerra Fría. Pero el esfuerzo desproporcionado realizado desde 2002 no tiene resultados claros (excepto algo de sabor a derrota), y la retirada gradual de Medio Oriente, que ya se planteó durante la administración Obama, además de no observarse una transferencia estratégica de recursos y atención a otra región (por ejemplo, para Washington, Venezuela es un “movimiento” en el tablero, pero no un “juego”), predice que Estados Unidos comienza un nuevo período de introspección y, en su política exterior, una nueva fase de participación selectiva, aunque la retórica seguirá siendo la misma al menos durante la administración Trump.
En cuanto a esta administración, la Casa Blanca se encuentra actualmente marcada por la personalidad del presidente, por lo que será prudente esperar el cambio de ocupante para observar cuán profundo y complejo es este proceso, sin mencionar los cambios en el sistema global. Para Kennedy (1988), la posibilidad de que Estados Unidos deje de ser el número uno es un hecho, pero tiene una parte de inescrutabilidad. Es por eso que delega en el liderazgo nacional, los tomadores de decisiones, la responsabilidad de adaptarse a los cambios en la estructura del sistema para sobrevivir a la erosión de su poder o, al menos, frenarla, evitando caer en la lucha burocrática interna. Sin embargo, también señala que es extremadamente difícil, incluso en este siglo, modificar aquellas ideas anquilosadas que son culturalmente ciegas.
En resumen, a pesar de la hegemonía de la década de 1990 y principios del siglo XXI, las “incertidumbres sobre el papel global propio de los Estados Unidos” (Kennedy, 1998: 444) tienen un horizonte cada vez más amplio. Una de ellas puede ser si los tomadores de decisiones de Washington continuarán negando el declive o si optarán por la transformación. Y, si sucede lo segundo, ¿está Estados Unidos dispuesto a transformarse para seguir siendo la potencia número uno? La historia americana, la sociedad y el liderazgo tienen que decidirlo.
Bibliografía
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* Artículo publicado originalmente en: Boletín informativo (Año 1, N° 4) del Grupo de Jóvenes Investigadores (IRI/UNLP). En línea: http://www.iri.edu.ar/wp-content/uploads/2019/03/GJI-Boletin-4.pdf
Autores
Ludmila Golman: Licenciada en Relaciones Internacionales (UNLa). Maestrando en Políticas Públicas y Gobierno. Miembro del Grupo de Jóvenes Investigadores (IRI/UNLP).
Nicolás Martín Alesso: Licenciado en Relaciones Internacionales (UCSF). Maestrando en Relaciones Internacionales (UCSF). Miembro del Grupo de Jóvenes Investigadores (IRI/UNLP).