Se dice que el futuro depende de lo que hacemos en el presente, pero también se encuentra anclado al pasado reciente. Las sociedades modernas y su desarrollo industrial están definidas entonces, por la evolución de las relaciones de trabajo, marcadas por una progresiva flexibilización y las conquistas sociales en cada contexto histórico que dieron origen a la sociedad salarial en la que vivimos. Es por ello que encontramos una clara diferencia con respecto a las sociedades industriales en su surgimiento, debido a que el individuo pasaba a formar parte de todo el conjunto social y a participar de las dinámicas sociales mucho más que cuando solo estaba obligado a producir y reproducirse.
Los cambios más importantes comenzaron con la constitución de una nueva relación salarial e innovaciones en materia de interacción social y trabajo (además de los avances en materia de producción). Poco a poco, el salario dejaba de ser una retribución puntual por una tarea específica para convertirse en un asegurador de derechos, dar acceso a prestaciones fuera del trabajo y permitir al sujeto poder expandir su vida social participando del consumo, la educación, vivienda e incluso el ocio. En este sentido, dentro de la escala social, existen niveles con los cuales los asalariados se identifican, ligan sus identidades, diferenciándose del escalón inferior y pretendiendo llegar al escalón superior. La llamada clase obrera (o clase trabajadora en los términos del populismo pueril) pertenece a la parte más baja de la escala compartiendo su posición social, en cuanto a las relaciones de trabajo, con los inmigrantes, semiobreros a los que Castel llama “los miserables del cuarto mundo” (1997: 97).
El avance gradual de las relaciones
Estas implicancias internas, sumado al deseo irresistible de riqueza, acumulación de bienes, la tendencia a la creación de nuevas posiciones, la ampliación de derechos, las nuevas protecciones y la seguridad jurídica y patrimonial; contribuyeron a sentar las bases del desarrollo y surgimiento de una nueva organización social, la sociedad salarial. Si bien el asalariado ya existía en la sociedad industrial y en la sociedad preindustrial en un estado fragmentado, fue en el seno de las grandes empresas donde se afirmó esa relación salarial moderna. Así, la industrialización desarrolló un nuevo perfil de obreros de las manufacturas y las fábricas que anticipaban esta relación salarial moderna que mencionamos. En relación a eso, existen cinco condiciones que aseguraron el pasaje desde la relación salarial “primitiva” (inicios de la industrialización) hasta la relación salarial “fordista”.
En primer lugar, la necesidad de una separación rígida entre quienes trabajan efectiva y regularmente, y los inactivos o semiactivos, a quienes se excluía del mercado de trabajo, o bien se los integraba bajo formas pseudo reguladas (empleo informal). Surge con esto la imperiosa necesidad de identificar y cuantificar a los ocupados y no ocupados y también distinguir entre las actividades y los empleos remunerados y no remunerados. Se estableció así que trabajadores activos eran aquellos que forman parte de un mercado (de bienes o servicios), el cual les proporciona una ganancia monetaria. También se define al desempleado involuntario, diferente de quienes mantienen una relación errática con el trabajo. Por lo tanto, los trabajadores podían, en principio con cierto tipo de libertad, alquilarse como quisieran.
Sin dudas, delimitar estos primeros conceptos contribuyó a la organización de las relaciones laborales y a entender mejor el mercado de trabajo, prestando principal atención a sus flujos y fluctuaciones continuas en términos de intercambios entre la mano de obra y la necesidad de producción y consumo. Mediante distintos organismos estatales (instrumentos vinculados a las democracias modernas) se intentaba empezar a regular todas estas relaciones intentado convertir al obrero en un sujeto más a normalizar y por lo tanto, disciplinarlo. La relación del trabajo podía mejorar si la organización técnica de éste, lograba una estructura fuerte que le permita imponer su orden.
Otra condición importante era la fijación del trabajador a su puesto de trabajo y la racionalización del proceso de trabajo en el marco de una gestión precisa, dividida y reglamentada: Sobre esta condición se planteaba el cambio que produjo la llamada “organización científica” del trabajo en donde el obrero se sometía a procesos claramente definidos y cronometrados. Así el obrero perdía el poder de negociación que tenía por el hecho de ejercer su oficio. Si bien las propuestas Taylorianas se circunscribían a las grandes empresas, la aplicación se daba a poblaciones obreras recientes, mayormente rurales, subcalificadas y con escasa autonomía (Frienmann, 1958).
Es así, que existe un proceso de diferenciación y homogeneización de las condiciones de trabajo, que permitió a la clase obrera, con el correr de los años visualizar su conciencia de clase, la cual se agudizaba por el carácter penoso de la organización del trabajo a principios del siglo XX. Sin duda otro factor importante fue el acceso a través del salario a nuevas formas de consumo obrero, que convertían al obrero en el propio usuario de la producción en masa. En este sentido, jugaba aquí un papel fundamental la generalización de la cadena de montaje semiautomática y el consumo de masas desplegado por Henry Ford en sus diseños de los procesos productivos. El consumo legítimo del trabajador se reducía a lo necesario para que produjera decentemente su fuerza de trabajo y mantuviera a su familia en el mismo plano de mediocridad. La posibilidad de un mayor consumo debía proscribirse, puesto que llevaba al vicio, al alcoholismo y al ausentismo (Aglietta, 1979).
Esta atención creciente del obrero sobre el consumo, responde a una transformación de los modos de vida popular, generada por el retroceso de la economía del hogar, y que tiene que ver sobre todo con los trabajadores de las grandes concentraciones industriales. Hablamos de fordismo para referirnos a la articulación de la producción en masa con el consumo masivo y fue Henry Ford quien puso en práctica por primera vez la fijación de estándares que contribuyan a lograrlo. Así, el obrero accedía a un nuevo registro de la existencia social; el del consumo, y no exclusivamente el de la producción. Entonces, a partir de Ford se estableció una concepción de la relación salarial según la cual el modo de consumo está integrado en las condiciones de producción.
Siguiendo con los planteos nos acercamos a la cuarta condición, que es el acceso a la propiedad social y a los servicios públicos. Si bien en principio estos accesos se aplicaban de manera privilegiada a los obreros de la gran industria, se reconocía la especificidad de una condición salarial obrera, y al mismo tiempo la consolidaba, puesto que tendía a asegurarle recursos para la autosuficiencia en caso de accidente, enfermedad o después de la cesación de la actividad, es decir, se empieza a arribar a lo que hoy conocemos como prestación jubilatoria. Así la clase obrera iba a tener entonces un mayor acceso a bienes colectivos tales como la salud, la higiene, la vivienda y la educación.
La última condición indispensable era la inscripción en un derecho del trabajo que reconocía al trabajador como miembro de un colectivo dotado de un estatuto social, más allá de la dimensión puramente individual del contrato de trabajo. Al tomarse en cuenta esta dimensión colectiva, la relación contractual se desliza desde la relación de trabajo hasta un estatuto del asalariado. Este estatuto con característica de derecho público, suponía la definición objetiva de una situación que se sustrae al juego de las voluntades individuales. Así poco a poco se iba llegando al concepto de convenciones colectivas e impulsaron también la elección de delegados, que sin duda en el futuro serán decisivas para el desarrollo de las relaciones laborales (Castel, 1997).
La condición obrera
Con relación a estas condiciones, se establece la importancia de estudiar y entender el particularismo obrero, que se distinguía de los demás trabajadores, aun así los beneficios y las conquistas sociales alcanzadas iban generalizándose. Las vacaciones pagas podían simbolizar ese acercamiento de dos condiciones y dos modos de vida que separaban a estas clases trabajadoras. Aquí encontramos un nuevo contexto en relación al tiempo, que ya no era algo que se consumía sino algo que se gastaba y era algo que había que ahorrar. La cultura, el deporte, la salud, la cercanía con la naturaleza, las relaciones sanas entre los jóvenes, deberían ocupar el tiempo no destinado al trabajo. Nada de tiempo muerto; la libertad no era la anarquía ni el puro disfrute. Se debía proceder mejor que los burgueses, y trabajar en los ocios. Si bien el trabajo obrero era reducido exclusivamente a las tareas de ejecución, no tenían dignidad social, parecía evidente de por sí y valer para todas las formas de trabajo manual. Se extendían así también los contratos por tarea, por hora o por día. Generalmente no había contratos escritos ni estipulación previa de la duración contractual. El obrero se iba o el empleador lo despedía, en ambos casos con una facilidad impresionante (Pignon y Querzola, 1977).
La destitución
La clase obrera fue destituida de la posición en la promoción del sector asalariado. Así, el obrero dejó el papel que había sido el suyo en el proceso de constitución de la sociedad industrial. La condición obrera no había generado otra forma de sociedad, sino que solo se había inscrito en un lugar subordinado de la sociedad salarial.
Un crecimiento masivo de la proporción de los asalariados en la población activa (del 49% al 83%) profundizó estas transformaciones, sumado al aumento de los asalariados no obreros. Si bien el número de asalariados obreros se mantuvo aproximadamente constante, su posición en esta estructura salarial sufrió una degradación fundamental. La clase obrera quedó en la base de la pirámide salarial con bajos salarios y condiciones de vida. De esta forma, fue relegada no solo a la base salarial sino también a la base de la pirámide social.
Así se desarrolló un nuevo episodio de la oposición entre el trabajo asalariado y la propiedad. Curiosos esfuerzos para fundar la respetabilidad de las nuevas posiciones salariales en un patrimonio de valores que son de hecho los valores de la clase media; el espíritu de iniciativa, el ahorro, la herencia, una modesta holgura, la vida sobria y el respeto. También se destaca que un creciente desarrollo de las actividades terciarias generó un mayor grupo asalariados no obreros, sobre todo del sector de servicios en el comercio, las instituciones financieras, colectividades locales, el Estado, sumado a la comunicación y la publicidad.
Se daba una segmentación del mercado de trabajo y el obrero dejó de ser el eje de la producción de “obras”. Toda esta transformación consistía en la disolución de la sociedad de clases para arribar a la sociedad salarial.
La condición salarial
Esta nueva condición evidenciaba la emergente diversidad que sufría el mercado de trabajo con la creciente expansión de las posiciones salariales, asociada a un desarrollo de segmentos profesionales que, en particular en el sector terciario, tenían títulos y diplomas. Las relaciones entre patrimonio y trabajo se volvieron así mucho más complejas que en los inicios de la industrialización.
La sociedad salarial era representada en la coexistencia de dos bloques separados y a la vez unidos que formaban parte del conjunto. Debían ser considerados también las profesiones independientes, que estaban marginalizadas por el sistema; aunque luego los valores de urbanización e industrialización, ligados a la educación y la cultura urbana, desempeñaron un papel crucial para avanzar con esta forma de organización social. Existía también un bloque popular que eran los obreros y empleados subordinados. Todos estos conjuntos que pugnaban por el poder y los derechos emergieron luego en los estatutos profesionales que regularía la vida interna de cada profesión. También la expansión del consumo determinó las categorías sociales que en adelante se medirían por la capacidad de compra y por los gustos particulares de cada persona, es decir, su tipo de consumo. Así el consumo reformaba su identidad social. De tal manera, el asalariado no era solo un modo de retribución de trabajo, sino la condición a partir de la cual se distribuían los individuos en el mundo social.
El Estado de crecimiento
En el seno de las sociedades, se propone comenzar a visualizar la evolución en el conocimiento y la percepción de considerar al Estado como un factor esencial en la transformación social. El Estado de crecimiento se refería a la articulación el equilibrio entre el crecimiento económico y el crecimiento del Estado social. En teoría el crecimiento económico integraba de tal modo el progreso social como finalidad común de los diferentes grupos que competían entre sí. Así en la sociedad salarial, pensar en el futuro se ligaba a la situación presente y se proyectaba los deseos y proyectos a las futuras generaciones.
En cuanto al desarrollo del Estado social, igual que en la sociedad de clases, la sociedad salarial corría el riesgo de desestabilizarse por los conflictos y luchas entre las distintas categorías si no se lo regulaba adecuadamente. El Estado intervino en tres columnas centrales de la sociedad salarial: protección a los asalariados asegurando al trabajador y a su familia financiado por los más dotados de estructura económica para favorecer a los que tenían menos recursos.
Una parte del salario, el que correspondía al valor de la fuerza de trabajo, se sometía a las fluctuaciones de la economía y representaba esa seguridad, derivada del trabajo y los recursos, que también podía usarse para situaciones extralaborales, como la enfermedad, el accidente o la vejez. Por lo tanto, ya las relaciones no correspondían bilateralmente entre empleador y empleado, sino que ahora se sumaban al debate las instituciones sociales. El Estado como actor activo en la economía como innovación abarcando la reconstrucción y la posterior modernización que se requería. Este tipo de medidas económicas asignaba un rol piloto a las empresas nacionalizadas y el sector público junto con la prolongación de créditos e intervenciones sobre los precios. El Estado no intervenía solo como productor de bienes sino también como productor de consumidores. Por ello, toda esa asistencia estatal y lo reconstruido formaban parte de la propiedad social, que generaba bienes no apropiables individualmente, que no se podían comercializar y que tenían como objetivo supremo el bien común. Por último, en la concepción del Estado como generador de asociados sociales que permitieron profundizar el desarrollo de los ciudadanos -entre otras cosas-, se destaca el desarrollo de las políticas contractuales, los progresivos encuadramientos jurídicos, regímenes indemnizatorios y la delimitación de un salario mínimo garantizado que a la vez sentaba las bases de la distinción de las profesiones al establecer cada uno en virtud de su aporte, del sueldo digno base de un empleado. También la mensualización representó un puente para esta consolidación de la condición salarial para los que se encontraban en la base en la escala del mercado laboral.
Todo este proceso mixto de desarrollo económico con intervenciones estatales parecía beneficiar a todos, si se lo ve desde una ingenua perspectiva global, aunque quizá en lo particular, esto no fue tan fructífero porque generaba también un déficit de integración producto de la desatención hacia todas estas transformaciones y la posterior diversificación en el campo laboral/social, que alejaba del alcance real esa utopía de progreso ilimitado e invita a pensar y repensar ese desarrollo tan necesario para nuestras sociedades modernas.
Bibliografía
- Castel, Robert, La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado. Buenos Aires: Paidós, 1997.
- Aglietta, Michel, Regulación y crisis del capitalismo, Siglo XXI editores, México, 1979.
- Pignon, Dominique y Jean, Querzola, “Dictadura y democracia en la producción”, en Crítica de la división del trabajo, Ed. Laia, Barcelona, 1977.
- El trabajo desmenuzado. Georges Friedmann 1958. El trabajo desmenuzado, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1958.
Autor
Muhammad Jadur: Licenciado en Gestión de RR. HH. Analista de RR. HH. Adscripto en investigación en la Universidad Empresarial Siglo 21.